Escultor francés afincado
en España. Se cree que nació en Joigny, de donde
procederá el nombre de J., hacia 1507. Es indudable su
formación en Italia, pero desconocemos lo que allí
hizo, pues las atribuciones que se le han hecho (entre ellas
el S. Roque de S. Anunciata, de Florencia) no pueden sostenerse.
Hacia 1533 está en León. Su paso a España
es similar al de tantos extranjeros, atraídos por la
abundancia de encargos. De León se trasladó a
Medina de Rioseco, para cumplimentar encargos que le hiciera
el almirante de Castilla. Tras breve estancia en Salamanca se
establece definitivamente en Valladolid. Esta ciudad era entonces
el hogar predilecto de la escultura castellana y, por tanto,
no ha de extrañar su preferencia. Aquí m. en 1577.
En su arte se adivina un fondo gótico, francés,
que parece proceder de la obra de Claus Sluter (v.). Pero la
producción del maestro está impregnada de italianismo.
Su técnica del plegado y el concepto aplastado del relieve
se remonta a Jacopo della Quercia (v.). Las formas redondeadas
acreditan el contacto con el arte de Rafael (v.). Más
acentuado es el influjo de Miguel Ángel (v.), de quien
capta la organización tridimensional de sus esculturas
y las tensiones de fuerzas. No obstante, su patetismo reconoce
por fuente principal el Laoconte. A ello hay que sumar el contacto
con los manieristas, singularmente con Pierino del Vaga. La
práctica de la línea serpiente y la insistencia
reiterada en pliegues decorativos sitúan claramente a
J. en el manierismo (v.). Pero remonta este movimiento por la
intensidad dramática y la honda sinceridad de sus obras,
que tocan ya los bordes del arte barroco. La complejidad del
arte de este maestro se advierte en la rígida estructuración
de las composiciones, siempre atentas al orden y a la simetría.
Así, pues, ha de añadirse un sentido clasicista
de la composición. Al venir a España y entrar
en contacto con el expresivismo castellano, la inclinación
dramática de su arte se vio consolidada.
Casó
tres veces y tuvo un hijo natural, Isaac de J., que fue escultor.
Gozó de prestigio y una situación acomodada, ya
que tuvo casas propias. El mejor juicio sobre él lo dio
Alonso Berruguete al declarar que «no había venido
a Castilla otro mejor oficial extranjero que el dicho Juni».
Contrató
obras en concepto de arquitecto, escultor y pintor. Pero salvo
un arco conmemorativo que proyectó, su quehacer arquitectónico
se limita a los retablos, de los que fue notable inventor. La
pintura debió de subencargarla.
Fue gran hombre de oficio, propiamente un modelador, ya que
sus formas tienen la morbidez del barro. Su forma es de un acabado
perfecto, frente al sentido improvisador de Berruguete. Pero
remonta el mero encanto formal, para expresar sentimientos generales,
que son ordinariamente angustiosos. Debido a ello se pone en
línea con el sentimiento trágico español
del s. xvi, de base religiosa. Sus figuras expresan la violencia,
traducen con frenesí el movimiento, se procuran situaciones
de angustia, como la de insuficiencia del espacio, de raíz
manierista. Su movimiento no se atiene al contraposto, sino
que surge como una ola, que va sacudiendo carnes y pliegues.
Llega al paroxismo del dolor, de suerte que sus personajes diríanse
perseguidos por un destino implacable, como en la tragedia griega.
Casi podría hablarse de una patología del dolor
al observar a sus personajes, que sufren las mayores c-, lamidades.
Pero paradójicamente, también supo asomarse a
las cimas del idealismo más delicado. Su repertorio expresivo
no reconoce límites. Las manos hablan tanto como el rostro;
pero hasta los mismos pliegues se ven abocados a la expresión,
haciéndose copartícipes de la tragedia. Sus tipos
humanos presentan hinchada carnosidad, y su latir se adivina
bajo las oleadas de ropajes. Su concepto lineal se basa en el
uso de la curva, generalmente ondulada. Así se advierte
en sus abundantes cabellos y barbas, que parecen derivar del
arte helenístico, pues la inspiración griega está
fuera de toda duda.
En
la arquitectura de los retablos procede con gran libertad. Libera
las líneas de la profusa ornamentación plateresca,
pero, en cambio, maneja las formas estruclurales con fantasía
de pintor. Ello se deberá a su formación manierista.
Así es como introduce estípites y términos
o formas, y prescinde de la habitual superposición de
órdenes. El retablo manierista español tiene en
J. a su mejor representante.
En
su estilo pueden reconocerse tres momentos. En la época
primera, las formas resultan cortantes y poco pulidas. En la
central, los pliegues adquieren una suave morbidez, al paso
que el sentido trágico se eleva al ápice. Desde
1560 se inicia un retroceso hacia la calma.
Primera
etapa: León y Salamanca. En su estancia leonesa, centró
su actividad en el convento de S. Marcos. Para la fachada labró
varios patéticos medallones y relieves, pero lo mejor
de su gubia se halla en la sillería. Es ésta una
de las obras cumbres de la plástica española del
s. xvi, por la prolijidad y bondad de la talla. En la sillería
baja hay un letrero en que se dice haberla hecho Guillén
Doncel en 1541. Pero esto ha de interpretarse en el sentido
de que dicho escultor la terminó, pues la mano de J.
aparece resplandeciente en toda la sillería alta. A J.
debió de ayudarle su principal discípulo en la
zona leonesa, esto es, Juan de Anges, también francés.
Y también influye en Guillén Doncel. La envergadura
de la obra es lo que justifica la ayuda de estos maestros. En
esta etapa leonesa emprendió varios trabajos en barro
cocido entre los que descuella el S. Mateo, del Museo de S.
Marcos.
J.
va a Medina de Rioseco para embellecer los altares de la iglesia
de S. Francisco, donde tenía establecida su capilla funeraria
el almirante de Castilla. Realiza dos grupos exentos, en barro
cocido polieromado, que representan el Martirio de S. Sebastián
y S. Jerónimo penitente, que datan de 1537-38. El último
muestra una vivísima inspiración laocontesca,
lo que no impide su composición rigurosamente plástica.
Hacia
1540 se halla en Salamanca, realizando el sepulcro del arcediano
Gutiérrez de Castro. Está incompleto. La urna
y bulto yacente han desaparecido. Se conserva el relieve de
la Piedad y las esculturas de S. Ana con la Virgen y S. Juan
Bautista. El relieve es otra prueba de ordenación clásica.
S. Ana conmueve por el sentimiento tan hondo que da al aprendizaje
de la Virgen en las letras.
Segunda
etapa: Valladolid. De Salamanca pasa a Valladolid. En 1544 tenía
ya acabado el sepulcro para la capilla de Fr. Antonio de Guevara,
en el convento de S. Francisco. Se trataba de un gran retablo,
que tenía en la parte inferior una venera, conteniendo
el Entierro de Cristo. Lo único que se conserva es este
último (Museo Nacional de Escultura, Valladolid), pero
falta hoy el marco ambiental de yeso polieromado, en forma muy
barroca, como de gran cueva. El Entierro está formado
por siete figuras de tamaño algo mayor que el natural.
Cristo aparece tendido en el centro. Una mano, llena de muerte,
reposa sobre su cuerpo. La cabeza cubierta de barbas y cabellos
leoninos, tiene una grandeza como de dios helénico. La
escena aparece arrancada del teatro religioso y, desde luego,
tiene sus antecedentes en los mortuoria franco-italianos. Con
el mayor respeto clásico, el autor ha ido ordenando las
figuras, emparejándolas a un lado y otro, de forma que
esta obra constituye el más simétrico ordenamiento
de, J. En el centro se hallan la Virgen y S. Juan. A los lados
se contraponen María Salomé y María Magdalena,
haciendo gestos que se equilibran. María Magdalena hace
evocar elementos miguelangelescos; su plegado, nutrido de ondeantes
pliegues, es toda una definición de manierismo. A los
extremos se disponen Nicodemo (en pathos laocontesco) y José
de Arimatea. Éste muestra al espectador una espina que
ha extraído de la cabeza de Cristo. Tal recurso procede
del teatro. Es el enlace de la escena con el espectador; por
su sentido, añade un carácter barroco a la obra.
La policromía, por otro lado, luce un variado repertorio
de técnicas, exaltando las calidades terribles del tema.
Será oportuno fechar hacia esta época el busto
de S. Ana, del mismo Museo. En él, J. ha sabido representar
la flaccidez de la cara en la edad provecta.
Esta
obra afirmó de tal manera la fama de J. en Valladolid,
que en 1545 le hicieron un encargo de gran volumen: el retablo
mayor de la iglesia de la Antigua, actualmente en la catedral.
Francisco Giralte trató de arrebatarle la obra, promoviendo
un enojoso pleito, que se sustanció a favor de J. pero
obligándole a firmar nuevo contrato. Ello motivó
sin duda que el artista se empleara a fondo. El pleito es un
buen exponente de la situación artística de entonces.
El carácter ingenioso que entraña la traza, totalmente
anticlásica, levanta protestas. Está en juego
el sentido innovador del manierismo, que salió triunfante.
Este retablo clausura el retablo plateresco, al desterrar pormenores
ornamentales y la traza de tipo casillero. J. concibió
su máquina con sentido dinámico y concepto pictórico,
como si no contaran las rígidas estructuras clásicas
de elementos portantes y sostenidos. J. había procedido
como pintor, dando a la obra un carácter de invención.
La traza es fantástica, irracional y caprichosa, como
corresponde a un criterio manierista. Las formas se liberan
de su peso y emprenden el vuelo. Frente a la debilidad buscada
del orden arquitectónico, las esculturas proclaman su
libertad. Imponen su masa impetuosa y protestan del espacio
insuficiente que se las ha procurado. Este retablo es el mejor
indicador del periodo central del maestro. Las formas adquieren
una ductibilidad plena, al paso que la agitación sube
al vértice, en figuras tales como la Virgen desplomada
al pie del Calvario. Esta pureza de estilo se aprecia sobremanera
en los sitiales que hay en los lados, pues una de las peculiaridades
de esta obra es la síntesis de retablo sillería.
A
parecidos términos se sujeta el retablo mayor de la catedral
del Burgo de Osma, contratado en 1550. Se asocia al contrato
el escultor Juan Picardo, que hace parte de la imaginería.
La traza pertenece a J. Es menos ingeniosa que la del retablo
de La Antigua.
Por
contrato de 1557 hizo el retablo de la capilla de Alvaro de
Benavente, en la iglesia de S. María de Medina de Rioseco.
Se conserva, envuelto en una pomposa ornamentación de
yeso policromado que se extiende por toda la capilla. Dedicado
a la Purísima, la imagen central de ésta acredita
la capacidad de J. hacia formas ideales. Otro tanto cabe decir
de la Virgen de las Candelas, de la iglesia de S. Marina de
León, influida por pinturas de Rafael. A la etapa central
pertenecen asimismo el Cristo resucitado de la catedral del
Burgo de Osma y S. Juan Bautista del Museo de Valladolid, buen
testimonio de laocontismo de J. La Virgen de la Esperanza, en
la iglesia de Santiago, de Allariz (Orense), muestra la expansión
del arte del maestro por tierras gallegas. A la última
época pertenece la Concepción del Museo de Orense.
Periodo
final. Con el retablo de la capilla de los Alderete, en la iglesia
de S. Antolín, de Tordesillas, se inicia el periodo final,
de vuelta a la calma. En este retablo, la mayor parte está
ejecutada por ayudantes. Más representativo es el retablo
del Entierro de Cristo, en la catedral de Segovia. La misma
traza arquitectónica es un buen ejemplo del clasicismo
de los nuevos tiempos. El relieve central está compuesto
con la máxima ordenación clasicista, pero J. ha
dado prevalencia al interés decorativo (manierista) al
promover el insistente movimiento ondulante de los pliegues.
Pero su tremendismo queda latente en esos dos centinelas hebreos,
que parecen a punto de morir aplastados. También la Virgen
de las Angustias (iglesia de este nombre, Valladolid) expresa
el apaciguamiento final. Clavada al pie de la cruz, sufre hasta
lo más hondo, pero impertérrita, la muerte del
Hijo. El S. Francisco, de la iglesia de S. Isabel de Valladolid,
se acopla al modelo helicoidal miguelangelesco. La estatua sepulcral
de S. Segundo (iglesia de este nombre, Ávila) es un raro
ejemplar funerario, pites pertenece al tipo orante, pero evitando
toda rigidez frontal.
No
pudo dejar terminado el retablo mayor de la iglesia de S. María,
de Medina de Rioseco, contratado en 1573, según traza
de Gaspar Becerra. Hizo solamente los altorrelieves de S. Pedro
y S. Pablo. En 1573 había concertado asimismo un retablo
para la capilla de los Ávila Monroy, en la iglesia de
El Salvador, en Arévalo. De J. será solamente
el proyecto; la escultura es de poca calidad, y pertenecerá
fundamentalmente a Isaac de Juni.
De
última época son asimismo el Cristo del convento
de S. Catalina, y el S. Antonio de Padua (Museo), ambos en Valladolid.
También
corresponden a J. la Virgen con el Niño de la parroquial
de Tudela de Duero, un Calvario en el monasterio de las Huelgas
de Valladolid, y los Cristos de la iglesia de S. María,
en Mojados, parroquial de Olivares de Duero, y convento de S.
Teresa, de Valladolid, este último de tipo expirante.
Sus
discípulos principales son Juan de Angés el Viejo
y su hijo Juan de Angés el Mozo, aquél trabajando
en León y éste en Orense. Pero, en realidad, toda
la plástica española del último tercio
del s. xvi está impregnada de recuerdos junianos, descollando
Juan de Anchieta.
V.
t.: CASTELLANA, ESCUELA; MANIERISMO; RENACIMIENTO.
BIBL.: J. AGAPITO Y REVILLA,
Los maestros de la escultura castellana, Valladolid 1920-29;
G. WEISE, Spanische Plastik, II y III, Reutlingen 1927; J. C.
TORBADO, El retablo de Trianos y los relieves de Sahagún,
«Archivo Español de Arte y Arqueología»,
1936; E. GARCÍA CHico, Juan de ¡un¡, Valladolid
1949; J. M. AzCÁRATE, Escultura del siglo XVI, en Ars
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GONZÁLEZ, Juni y el Laoconte, «Archivo Español
de Arte», 1952; íD, Juan de Juni, Madrid 1954;
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1959; íD, Juan de Juni y Juan de Angés el Mozo
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íD, Guillén Doncel y Juan de Angés, «Goya»,
1962 íD, El manierismo en la escultura española,
«Revista de Ideas Estéticas», 1960; íD,
Berruguete y Juni confrontados, «Homenaje al Profesor
Alarcos», Valladolid 1966; íD, Tipología
e iconografía del retablo español del Renacimiento,
«Bol. del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología
de la Univ. de Valladolid», 1964.
.
J. MARTÍN GONZÁLEZ.
Cortesía de Editorial
Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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